Tirana Underground: Postal desde un BunkerBar

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      18 de agosto. Tirana, Albania.

Ávida y vital, golosa de reconocimiento y cargada de una épica arquitectónica revisitada, por encima de cualquier padecido conflicto. Extraordinariamente anárquica y coloreada. Así se me mostraba Tirana en una cálida noche de agosto.

Salida del Bunk’art*, un museo albergado en un refugio nuclear subterráneo, buscaba un bar para tomar una copa, callejeando sin prisa. Iba preguntándome cómo una ciudad reprimida y atrofiada por el totalitarismo durante décadas, había sabido jugar con su memoria histórica, ejecutando un audaz ajuste de cuentas a golpes de murales y eclosión de comercios, reconvirtiendo los presidios del antiguo poder en galerías de arte y museos antes de solventar una cierta precariedad de las infraestructuras.

Las insidias del aislamiento no han dejado paso a la melancolía: Tirana parece haber hecho valer el derecho de su ciudadanía a la reapropiación del espacio público sin negociaciones, tras la caída del régimen en el 1991. En pocos años, la ciudad ha pasado de ser un gulag a un curioso emporio, con su bullicio, sus atascos, su desorden.

La sensación de claustrofobia que había padecido –un par de horas antes- allí bajo tierra, en el vientre de un búnker, todavía me acompañaba y chocaba con lo que de repente me encontraba en la superficie: el triunfo de la vida en la calle.

Un paso atrás. En el apogeo de la paranoia por la invasión de un enemigo anticomunista, a principio de los setenta, Albania estaba llena de cientos de miles de búnkeres. Todo un pueblo de apenas 3 millones de habitantes podría haber encontrado cobijo en aquellos refugios liliputienses esparcidos por la ciudad, el campo y las montañas del país. Aquellas guaridas debían garantizar la continuidad subterránea del régimen autoritario frente a eventuales invasiones, reduciendo la población a vivir en hormigueros de cemento en caso de necesidad. Un despliegue que impresionaría hasta el más prevenido de los actuales “preparacionistas” suecos…

Quizás esta sugestión me llevaba a seguir el rastro de una Tirana underground, allá dónde “underground” conserva su primer significado: un subsuelo lleno de memorias. La historia de aquellos búnkeres es la reproducción arquitectónica de la anatomía del poder absoluto, de su deriva perversa y estranguladora, de la persecución inminente, de la alerta permanente, de todo lo que arrebata la libertad a un país entero y desplaza a su gente bajo tierra.

Terminada la dictadura en 1991, el derribo de estas estructuras tuvo una fuerza práctica y simbólica muy potente: la mayoría de estas chozas de techo abovedado desapareció. La Tirana contemporánea parece haberse reconstruido urbanística, social y culturalmente sobre la superación de esta página de historia o su re-significación total. La pregunta sobre cómo se conyugan pasado y presente, cómo ha sido esta transición, talvez tenga sólo una clave de lectura: la eventual elección entre amnistía o enmienda del pasado se había solucionado al crearse una brecha generacional. Las nuevas generaciones son el rescate de la tiranía.

¿Posible que sea sólo esto? ¿Será esta una respuesta demasiado fácil así como de fácil me había resultado cambiar mi expreso por el café turco, en apenas dos días de estancia en Albania? Ya se vería. De momento yo seguía buscando un bar. Me da a mí que sea la mejor manera de conocer un sitio nuevo.

El barrio de Blloku (el Bloque) sin duda es el centro de ocio nocturno de la ciudad. Una vez fue la zona residencial de la élite comunista, inaccesible al pueblo, mientras que hoy es la zona más frecuentada, atrevida y vanguardista de todo Tirana. Una zona popular, o sea finalmente para uso del pueblo. Una suerte de limbo, de momento, hasta que no llegue –cómo no- la colonización europea neoliberal (venga, que ya nos conocemos). De hecho, por el barrio se asoman muchos bares que allá también saben cómo patrimonializar lo auténtico**, reciclando todo lo que hace tangible nuestra historia en el tiempo. En Radio Bar se juega con artilugios y estampas originales de los setenta cuales piezas decorativas, fusionadas con tartán escocés que tapiza el espacio interior antes de que éste se prolongue en un jardín muy pop.

He visto botas de guerra enmarcadas con gracia a lado de un poster de la caricatura de Stalin sirviendo cocteles, en una de las paredes del Nouvelle Vague (el parnaso para el moderneo de Malasaña). Hasta aquí mucho ingenio, y sin inteligencia artificial, pero nada nuevo.

Fue en una calle un poco más retirada de la arteria principal que encontré mi Bar. Parecía una broma del destino: el local se llama Bunker 1944. El cartel, suspendido encima de una escalera, pone “A place for all in all”. Un sitio para todos. Un proclama inequívoco. Tenía que ser un bar, sí o sí. De eso intentaba convencerme. El bunker presenta más bien el aspecto de un club clandestino que pero reniega de su arquitectónica clandestinidad. No es visible para quienes pasen por el sentido contrario de la acera, y -a la vez- subvierte toda discreción y disimulo por su explicita vocación de acoger a todo el mundo. Un sitio para todos, pone. Esta es la esencia de un Bar, aquí y en Pekín. Y en Tirana también. Sí, era un bar.

Se accede a ello por medio de una escalera, siempre que tengas la suerte de fijarte en ella, sin posibilidad de intuir desde fuera qué te vas a encontrar allí abajo. Deseaba dejarme engullir por el ritmo urbano tiranés pero no me gustaba nada la idea que me tragase de nuevo la tierra, lo admito. En la puerta había unos jóvenes que habían improvisado una terraza con cuatro sillas de plástico mal colocadas en la acera y estaban tomando cerveza. Me encendí un cigarro, para ganar tiempo.

“Dentro se puede fumar” me dijo uno de ellos.

“¿Y el sitio está bien?”, le provoqué.

“Claro. Hay bebidas, música, un billar y gente de aquí. El sitio está bien porque ahora estamos nosotros. Antes lo explotaba otro tipo, era un poco distinto, ahora viene también gente de aquí, de la zona. El bunker es original y nos lo hemos quedado.

¿Si no de qué sirve este espacio? ¿Mejor un Bar, no? Sentenció el chico. Su última frase, fruto de una lógica aplastante, que zanjaría aquí tanto debate sobre recualificación urbana, memoria histórica y patrimonios incómodos, hizo que bajase casi corriendo por la escalera, detrás de él.

Me encontré una multitud de jóvenes que bailaban, bebían, reían. El billar estaba abandonado. No era su momento: el dj set en curso se cobraba todo protagonismo. El espacio del Bunker 1944 es casi austero, salvo por la presencia de algún poster de la antigua propaganda del régimen; el suelo es original; la barra de madera, por la cual deslizaban vasos de cervezas, es imponente; predomina una cierta oscuridad y la señal de salida de emergencia es evidentemente una broma. Ya me sofocaba, pero de alegría esta vez.

En aquel jaleo festivo y vivo, capaz de arrasar con todo, los jóvenes bailaban al son de una electrónica de cantina. Me encontraba otra manera de dar la vuelta a un antiguo espacio en desuso. La única vía para que éste siga teniendo sentido es hacerlo colectivo, es hacer de ello un sitio para todos.  Quizás esto sea posible sólo por parte de una generación que ha apostado por vivir y no dejarse atrapar por la memoria. Un Bar es aquella carcasa que custodia el paso del tiempo y es a la vez un reflejo de lo que acontece aquí y ahora. Su espacio físico rezuma memoria y al mismo tiempo pone al alcance del presente el más versátil de los escenarios.

Le dije a uno de mis nuevos amigos que se había quedado a unos metros de mí que todo aquello me olía a revolución cultural. Él respondió -riéndose- que era la única allí abajo que se planteaba tal cortocircuito. “Los chicos simplemente bailan y toman copas. ¿Lo ves?». Tal vez todo realmente es más simple, como pasar del expreso al café turco porque me sabe bien.

Aquellos jóvenes simplemente bailaban y tomaban copas, salvajes y felices, tan límpidos como la inocencia porque no tiene memoria.  Y entonces bailé sin más.

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*Bunka’rt­­­­­­_ https://www.bunkart.al/

**Gastropología

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