¿Qué tienen en común un comensal y un espectador en una sala de cine?

“El Triangulo de la Tristeza”. EMESIS Y NÉMESIS: EL EPÍLOGO DE UNA CENA A BORDO DE UN CRUCERO.
Ninguno de los dos perdona la mentira sobre la comida, sobre las relaciones de poder que se desgranan alrededor de una mesa (y su anhelada subversión). Lo siento por quienes pensaban que iba a ser un chiste y han tenido que recomponerse la sonrisa.
El cine y la comida se retan, se observan constantemente y se recogen el uno en el otro, como los espejos de un caleidoscopio. La semiótica culinaria impregna a menudo la gran pantalla: evoca el hambre, la opulencia, la desigualdad, los deseos, las memorias cotidianas, los ritos de paso fuera del tiempo ordinario. Alumbra los códigos que acompañan maneras de compartirse comiendo juntos, jerarquiza inevitablemente nuestros roles a la vez que refleja la transformación social y sus fricciones, incluida la incertidumbre propia de una postmodernidad tan fluida en la cual todo puede ser cualquier cosa y su contrario. El cine nos lo sirve en bandeja visual, de manera inequívoca, a menudo en la crudeza de sus contradicciones.
“El triangulo de la tristeza”* no se propone como un food movie, y sin embargo los tres momentos clave de la película pivotan en el horizonte relacional que propician la comida y su consumo.
El cine y la comida se retan
Un joven modelo y su novia influencer, la nueva élite urbana, discuten sobre quién debería pagar la cuenta del restaurante. ¿El galán de turno, que patéticamente cumpliría así con lo que se espera de su hombría? ¿O ella que gana más y perversamente cumpliría así con lo que se espera de la emancipación femenina? La generación de mi madre no se habría cuestionado. Piedra, papel o tijera: el género se impone a la clase social y el protocolo está claro y compartido. Mugriento, encorsetado, reconfortante en cuanto indudable. Nada que discutir, y menos en un restaurante.
Ahora jugamos con piedra agrietada, papel mojado, tijera poco afilada. El momento de la cuenta incomoda a más de uno, hay que decirlo (y sospecho que Bizum haya matado definitivamente la ya agonizante espontaneidad). La invitación no tiene nada de la esencia desacomplejada de un don, ni la sencillez de un detalle o de una excusa para decirte que te quiero. En la película se hace evidente como el acto de invitar resulte despiadadamente desvirtuado por componentes ideológicos, proyecciones sociales, subordinado a un habitus, fruto de un cierto terrorismo educativo y de la culpa de no ser suficientemente woke. En esta bizarra dialéctica, en la cual nadie en fondo está cómodo en su papel, no cabe ninguna iniciativa movida por ingenua generosidad. La pugna por quién se “hace cargo” o “se responsabiliza” de proveer comida se tiñe de reivindicaciones de género y revela su trasfondo explícitamente monetizado.
¿El cuidado hacia el otro pasa a ser, entonces, una mera cuestión residual? Le preguntaré a mi madre, a ver cómo se las apaña ella ahora.
El climax de la película se alcanza a bordo de un crucero exclusivo, un espacio de ocio artificial de-luxe, en el cual se hospeda (o se enjaula) la élite mundial. Estamos en el salón de gala: el capitalismo se sienta en la mesa. Un festín es el pretexto que el director utiliza para escenificar su propia versión de la lucha de clase: el sumiso e invisibilizado personal de bordo ejecuta un pase armonioso de refinados platillos para estos babosos plutócratas y sus floreros. De la misma manera, para escenificar el triunfo de la subversión del orden recurre a un Apocalipsis de vomito, regurgitaciones, miasmas y escrementos. Secretamente todo el mundo en sala goza viendo a estos ricachones que acaban nadando en sus propios deshechos mientras los tripulantes no son capaces de aprovechar esta ruptura para amotinarse. Todavía es una revolución fallida. Acabo de caer en que el director de la película es sueco…
Por ósmosis cinéfila, podemos decir que en la misma larguísima y repelente secuencia de fine dining y marxismo cabe todo un entramado de referencias a Buñuel, Ferreri y Monthy Python. Una vez más, el director recurre al consumo convivencial para impactar en el espectador. Nuestra risa os sepultará, recita un antiguo lema anarquista. Vuestro propio vómito os sepultará, parafraseo para la ocasión.
Lo que sigue es un naufragio (bastante prêt-à–porter), perfecto para un reel, sin redención verdadera, ni para los ricos ni para los pobres. Esta vez también, en una extravagante lucha por la supervivencia, es el control de la comida que define la jerarquía. Una camarera, capaz de pescar y hacer fuego, se impone y rescata una clase social entera. No solamente sabe pescar sino que detiene el control de los recursos: una pequeña reserva de agua y aperitivos. Está dispuesta a compartir, eso sí, a cambio de ser celebrada como la capitana del andamiaje social isleño. Poco importa si y cómo se resuelve esta vez la posible revolución que persigue toda la película. El foco insiste en lo que son capaces de generar las cosas del comer: identidades sociales y políticas, en micro escala.
No se preocupen quienes decidan embarcarse en esta aventura en el cine, la bolsita para el vómito es cortesía de la casa.
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* Dirección: Ruben Östlund, Suecia 2022.