El bar de las amistades perdidas: Un neón fundido al negro

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bares y restaurantes

Federica Marzioni, antropóloga social. Gastropología

A menudo pienso en las personas que extraño, aunque apenas me conozca su nombre, aunque sean extraños sin nombre que me piensan.

Son mis amigos del Bar: la chica que viste de negro y se pasa a tomar su cerveza al salir del trabajo en el hotel, el fanfarrón que presume de historiador (por los documentales de Netflix), la pareja entrañable que hacen la cartera de mi barrio y su novio, el tipo que vive en Usera pero sigue acudiendo a su bar de toda su vida. Ese bar que es el mío también.

Me detengo en esta clase de amistad que he perdido, cuya profundidad y cuya intensidad varía sustancialmente aunque de una forma u otra todos sean mis amigos.

Caretos en Zoom, FaceTime, o cualquier otra plataforma de enlaces visuales, son útiles para mantener relaciones cercanas, pero no recrean la ligereza de la aleatoriedad, ni nos permiten realizar las actividades que nos unían.

Es comprensible que durante la pandemia gran parte de la energía se utilizara para mantener los lazos con familiares y amigos cercanos. Pero, ¿qué ha pasado con las otras relaciones? 

Se desvanecieron en el silencio cuando se cerraron los lugares que las hacían posibles. A la vez que se han pulverizado bares se han evaporado categorías enteras de amistades, borrando los placeres que componen la vida humana y fortalecen la salud. La misma que otros quieren poner a salvo.

El castellano ofrece términos cuales amigo o conocido. “Amigo” tiene una cierta promiscuidad y “conocido” se emplea para marcar la distancia, intencionalmente.

La lengua española es de esas que están cargadas de intención cognitiva en todas sus construcciones, nuestro carácter anda forjado en vocabularios juzgantes.

Para lo que necesitamos la sociología proporciona un concepto útil: “lazos débiles”. El concepto fue acuñado en 1973 por el sociólogo de Stanford Mark Granovetter, e incluye sí estos conocidos, personas que vemos de vez en cuando y semiextraños con quienes mantenemos cierta familiaridad. Son las personas de la periferia de nuestras vidas: el chico que está en el bar cuando nosotros vamos allí, la camarera que empieza a prepararnos «lo de siempre», el abuelo que se retira pronto. Son las personas a las que quizás nunca nos presentamos, pero con las que tenemos algo importante en común: vamos al mismo bar y vivimos en el mismo barrio. Quizás no consideramos todos estos lazos débiles como «amigos», al menos en el sentido común del término, pero a menudo tenemos una relación inequivocablemente amistosa con estas personas. La mayoría de nosotros estamos familiarizados con el concepto de «círculo cercano», pero Granovetter sostiene que también tenemos un «círculo extendido», que es igualmente fundamental para nuestra salud social.

Durante el último año, a menudo tuve la sensación de que la pandemia se había llevado a todos ellos, que los había sepultado para siempre. La pandemia sabe un rato de geopolítica por lo que se ve, por lo que se oye.

En la periferia de mi vida hay personas para las que el concepto de «estar en contacto» no tendría mucho sentido. Son personas con las que teóricamente podría entretenerme al aire libre o charlar en un chat, pero estas herramientas no funcionan con “ellos”.

La amenaza que incumbe sobre esta parcela de humanidad sigue siendo una consecuencia que arrastramos de los meses anteriores.

Los contactos periféricos nos conectan con el mundo exterior. Sin ellos el individuo se hunde en la repetición de las redes cerradas. Las interacciones regulares con personas fuera de nuestro círculo íntimo construyen además un sentimiento de pertenencia a algo que trasciende un universo social finito donde la familia y la pareja parece afirmarse como la unica unidad social. Por decreto. Aunque no las tengas o no las quieras o no las quieras como núcleo excluyente.

Pequeños placeres como encontrarse a un “colega” en el bar o charlar con los dueños quizás sean formas de amistad “no reglada” y no se nos ocurren cuando pensamos en el valor de la amistad “reglada” pero los dos tipos de interacción responden a nuestro deseo fundamental de ser conocidos y percibidos, de ver nuestra humanidad reflejada en los demás.

“Una cultura es humana cuando sus componentes se confirman entre sí” -parafraseando a Martin Buber- significa que nuestra habilidad para hacer brotar y cultivar amistades es una medida de la libertad tangible que tenemos en nuestras vidas en un momento dado. La amistad se basa en la elección voluntaria y en el acuerdo mutuo. La capacidad de perseguir y navegar estas relaciones como mejor nos parezca es un indicador social del grado de autodeterminación que manejamos.

Lo bueno es que todos estos amigos no reglados no nos tendrán en cuenta que no nos hayamos buscado o comunicado en tantos meses. Son de estos amigos que no te exigen. Y tampoco les puedes exigir.  Sencillamente se alegrarán de volvernos a ver, siempre que el bar no haya cerrado, que alguien no se haya mudado al pueblo por la opción del teletrabajo, siempre que no haya perdido el trabajo y con ello el sentido de aquella cerveza fuera de su horario, siempre que coincidamos en nuevas franjas de apertura o aforo.

Eso sí, mucha gente mayor ya no baja al bar. Con un poco de suerte me sigue lanzando una sonrisa cómplice desde su balcón, les han robado la juventud de ser actores del reparto sustantivo en la platea del garito.

Váyanse a la miércoles como diría el maestro Fernán-Gómez, porque están yendo demasiado lejos fundiendo al negro el neón del Bar de abajo.

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