Los bares se hicieron para esperar

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Me dijo una vez un sabio que “un puente se hace puente sólo si alguien lo transita”. De la misma manera que un Bar se torna Bar sólo cuando alguien lo gasta. En esto andaba yo metida, el domingo pasado, cenando sopa de tomate con huevo escalfado en una tasquinha escondida, próxima a la Ribeira de la Ciudad de los Puentes (Oporto).

Hay bares que laten de día y se cuentan de noche, donde -por alguna extraña razón- una deja de ser una extranjera y se encuentra casi feliz, olvidando por qué detuvo su camino justo en aquel lugar concreto que se revela, finalmente, ser el acertado (ojalá me fuese tan fácil con al menos la mitad de los asuntos que parecen ocupar mi vida).

Este Bar es como el juguete con forma carrusel de madera que el dueño de esta tasca aguarda en la contrabarra: los habituales ocupan su propio asiento en este peculiar tiovivo, se dejan llevar arriba y abajo, secundando la sinfonía baretil; los pocos visitantes de paso, se acompasan a ello, ocupando los asientos libres del carrusel como ocurre en una feria popular. Es el juego de la taberna, activado por la “afabilidad atlántica”, un tanto rústica y a la vez llana, de su anfitrión.

Así parecen funcionar las tasquinhas, asimilables a casas de comida, donde la la comida vale lo que debería valer. Y así la vida.

La decoración es estéticamente desafiante, inoxidable, resistente al tiempo: relojes, imágenes de santos, instantáneas de primeras comuniones, postales con vistas aéreas de la ciudad de los años Noventa (sin las grúas del hodierno skyline portuense), carcomidas estatuas de pesebre encima de una tragaperras y fotos amarillentas de glorias futbolísticas que tapan las paredes de azulejos. Así son ciertos bares: lo sagrado y lo profano coexisten y me da a mí que lo sagrado es también el balompié.

Yo sólo soy una chica que se estrena en la ciudad, todos los demás, que van llegando poco a poco, se conocen y se esperan. Mientras yo también espero a mi compañero me sumerjo en el hilo musical de sus historias: hablan de deporte, de un vecino en el hospital, del corte de la calle de abajo, y sobre cualquier cosa se disputan la razón para alargar el tema, dirigidos por el mesonero.

Mi portugués falla, pero mi oído se va acostumbrando a otro idioma y mi imaginación reajusta las partes de la trama que se me escapan. La comprensión mejora con la segunda copa de vino. Al momento del postre casi esbozo una conversación para ganarme mi derecho al Bar. “¿Qué haces aquí, menina?” me pregunta un parroquiano. “Lo mismo que tú, en el fondo” pero no sé decirlo, me da miedo que se me malinterprete. “No quería estar sola”, menos aún. “Espero a un amigo que llega con el último avión de la noche”, innecesariamente misterioso. “He venido de Madrid y estoy conociendo Oporto!”, me parece más prudente. Y ya no estoy sola.

Los bares rurales: último refugio de la España vaciada

Me viene a la cabeza un antiguo libro El Bar del fondo del mar (Stefano Benni, 1987). Se trata de un inesperado desfile de 23 bizarros personajes. El enano, el cocinero, el niño serio, el hombre de gafas, el marciano enamorado y más gente van poblando un misterioso bar submarino a donde el mismo narrador llega de casualidad. En este caso, pónganle el encanto del Duero. Cada personaje tiene que relatar una historia a lo largo de la noche. Todo el mundo se espera, sin necesidad de acordar una cita, y también espera su turno de palabra. La espera y la estancia se convierten en lo mismo.

Es lo que está ocurriendo. O esto me parece. Es aquel movimiento mágico por cual el subibaja de los caballitos del carrusel se armoniza con el movimiento circular de la plataforma giratoria.

De hecho, mi cuento favorito del libro es él de «La mujer con el sombrero»: una rebelde activista, de la cual se enamora un periodista (afiliado a la dictadura… siento decepcionar a los románticos de la revolución). La historia que comparte es la de un apasionado carteo entre los dos. La conclusión se entrega a las palabras del desgraciado cronista que jamás dejará de querer aquella joven indómita, porque “amar es saber esperar”.

Y para esperar también se hicieron los Bares, me dijo un sabio (Jorge A.G.)

Riña en un café

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